I.
Habíamos quedado. Por enésima vez.
¡Sí, habías quedado conmigo en que vendrías a las diez!
Y mira: de nuevo juegas con mi tiempo como si fuera el tuyo.
II.
Supongo que eso es lo que significa amar a una persona.
Supongo que eso es lo que significa: sacrificio.
Supongo –no, no te pongas a llorar ahora, no uses esa estrategia de nuevo conmigo— que tengo que sonreír y abrazarte y darte todo mi cariño y mi amor y mi tiempo para que hagas con él lo que quieras. Es lo mismo que uno hace cuando abraza una religión, ¿no? Supongo que tú, en ese caso, eres mi diosa.
III.
Porque como todo dios eres invisible.
Y como todo dios tus pensamientos son inescrutables.
Y como todo dios eres implacable, vengativa, y celosa de tu poder.
Epílogo. La Faraona.
Creo que vivimos en una torre de Babel porque no me entiendo contigo y parece que hablamos diferentes idiomas; somos incapaces de quedar siquiera para cenar a las diez, porque vienes a las doce, cuando ya el restaurante está cerrando –camarero, sí, póngame una copa más de ese whiskey caro que me dijo, sí, el más caro, y tráiganos la cuenta.
Pero te confesaré algo ahora. Algo misterioso que me resulta difícil de entender.
Ayer tuve en sueño. No, no tiene nada que ver con Martin Luther King, sino con José el de Egipto. Soñé con un campo de trigo amarillo y dorado y terso, mecido por la brisa del mar Rojo, y soñé con una vaca flaca y luego con una vaca gorda y luego (estaba ya en la profunda y freudiana fase REM supongo) soñé que la vaca gorda se comía a la flaca y se comía el trigo y luego se tiraba al agua a beber y soltaba un gran chorro de leche blanca y suntuosa que acababa por convertir todo el mar Rojo en uno blanco y albino. ¿Se te ocurre alguna interpretación para esto?
Espera, aquí viene el camarero. No, no, yo no: ella pagará la cuenta.
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